Antecedentes

El estudio antropológico de las sociedades complejas se justifica sobre todo por el hecho de que dichas sociedades no están tan organizadas ni tan estructuradas como sus portavoces quieren a veces hacernos creer [...].El sistema institucional de poderes económicos y políticos coexiste o se coordina con diversos tipos de estructuras no institucionales, intersticiales, suplementarias o paralelas a él [...]. A veces, estos grupos se adhieren a la estructura institucional. Otras veces, las relaciones sociales informales producen el proceso metabólico necesario para que funcionen las instituciones oficiales.

Eric Wolf (1980: 19-20)

Si la construcción disciplinar de un área de conocimiento como la Antropología –orbitante seminal en torno de la idea de la «otredad», y la experiencia, la interacción del nosotros con los otros– no podía sino verse jalonada de llamadas de atención más o menos precisas en pos de la relativización de los absolutos culturales sobre los que se formulaban sus instrumentos analíticos, no hay una solidificación sistémica de un alcance tan demoledor como la «crítica contextual» que desde las postrimerías de la década de 1960 da el pistoletazo de salida a la llamada posmodernidad. A partir de este momento, al escrutinio de la posición epistémica se le suma el de la propiamente cultural, reconstruyendo la situación del autor en la del actor (Geertz, 1989) y generando un horizonte holístico para su comprensión que, sin embargo, con frecuencia ha resultado infra-explotado en el enroque tras los límites del mero cuestionamiento o la abierta auto-reprobación disciplinar. Tal vez este fenómeno valga para explicar, al menos en parte, la falta generalizada de alternativas estructurales positivas a los modelos de interpretación socio-cultural tradicionales, especialmente ante la deriva idealista que, en palabras de Maurice Bloch (2005: 15), «desemboca en la incoherencia de la materia [antropológica], y en su incapacidad para cooperar con otras disciplinas que no están igualmente avergonzadas de estudiar el fenómeno Homo sapiens»; en estos términos el problema se redobla al aislar en un circuito impermeabilizante un acervo ingente de consideraciones antropológicas basadas sobre el estudio de la semiosis cultural como elemento característico humano el cual, por definición, no sólo es pertinente también para la explicación macro-estructural de los grupos humanos, sus sociedades, sus culturas y su historia, sino que es absolutamente necesario.

En el caso de la Antropología política apenas ha habido una contestación enérgica a los postulados fundacionales que la enfocaron determinantemente sobre el Estado y, en especial, sobre los procesos de estatización que, en tanto procesos y por ello asociados tácitamente a la noción de direccionalidad, vienen condicionado la visión de tal fenómeno particular de articulación social como el fin de cualquier articulación social lanzada al devenir histórico. Sin duda, tras ello es posible atisbar una ideología hegemó nica verticalista enraizada por automatismo atávico en la construcción simbólica justificativa (ritualización, eufemización, etc.) de la fosilización de la autoridad en las instituciones políticas del poder, lo que, de hecho, remite a su vez al propio proceso histórico que permite la osificación de la fractura social conducente al Estado. Es decir: a la formación en tal realidad, resulta tal percepción de la realidad, un punto de partida inevitable que solamente va ganando peligrosidad en la medida en que se le va añadiendo la presencia de una intención universalizante y sobre todo, como decíamos, la ausencia de una deconstrucción contextual de la posición del autor y sus instrumentos analíticos.

Ante este marco el estudio de las organizaciones sociales no-estatales se ha configurado tradicionalmente como un área de interés eminentemente perifocal y subordinada al objetivo cardinal de desentrañar la estatización: tal es su uso en las principales teorías de interpretación social vigentes hoy en día, desde los discursos funcional-estructuralistas, a los neo-evolucionistas y los diferentes marxismos (Service, 1962; Fried, 1967; Johnson y Earle, 2003; etc.). Finalmente, el principal efecto colateral que ha acarreado este enfoque ha sido la idealización de las articulaciones sociales estatales y no-estatales en relación de exclusión mutua, una suerte de sinécdoque funcional a cuyas líneas básicas viene a sumarse incluso la «escuela clastriana» que constituye prácticamente en solitario la contra-propuesta antropológica horizontalista para invertir la polaridad de la problemática –y, con ella, de la naturalización del Estado como estado humano– (Clastres, 2010; 2009; 2001), pero que corre el riesgo de oscurecer una casuística práctica harto más compleja, una realidad más plástica en la que se verifica una imbricación estructural más o menos invisibilizada de formaciones y archipiélagos no-estatales en el seno de un tejido institucional estatalizado. Precisamente a este fenómeno aludía Wolf en 1980, a pesar de que, una vez más, su utillaje conceptual formulado desde el enfoque estatista condicionara un abordaje que no se resuelve en la necesaria sistematización teórica corpórea de las instituciones, lógicas y prácticas no-estatales –e incluso contra-estatistas– y sus pautas de inmanencia, latencia y potencialidad.

Sin embargo, y en efecto, siempre existen vetas. Quizá la más fértil de ellas en los últimos años sea la que, huyendo de la rigidez de las tipologías apriorísticas al uso, centra la cuestión en las relaciones fenoménicas entre el poder, la autoridad y la dominancia, enfocando los procesos concretos de empoderamiento desde una óptica que le debe mucho a las nociones de «dinámicas del poder» (sensu Foucault, 1968; 1979; etc.) y de la «práctica» dialógica post-estructuralista sintetizada magistralmente por Pierre Bourdieu (1972; 2007). En este sentido, la obra de antropólogos como John Gledhill (i. e. 2000) o James C. Scott (1979; 1985; 2009; etc.) es de una referencia prácticamente clásica a pesar de su relativamente reciente aparición, pero poco a poco vienen sumándoseles estudios desde contextos, tanto disciplinares como de aplicación, menos ligados en su base a la estricta etnografía y que comienzan a ensanchar las posibilidades de formulación social teórica a nivel macro (vid. Nielsen, 2006). En buena medida, y en parte por otro lado, es difícil separar esta germinación académica de la llamada «vuelta del péndulo socialista» que principiando en torno a 1989-1994 viene poniendo, en el terreno ideológico de la ética política, en jaque cada vez más evidente a las agendas marxistas estatistas frente a la izquierda contra-estatista, y así comienza a menudear una Antropología anarquista (Barclay, 1982; 1997; 2003; Morris, 2005; Graeber, 2001; 2011a; 2011b; etc.) que brega activamente por recuperar, desde la cabeza de puente de Pierre Clastres, tanto la tradición intelectual como la intención programática de académicos como Reclus (1909-1914; etc; Pelletier, 2009; etc.) o Kropotkin (1995; 1989; etc.).

Ahora bien, si indudablemente estos procesos se encuentran en un estado de absoluta incipiencia en el terreno del conocimiento académico a nivel internacional, en España apenas contamos con un puñado de referencias aún muy lejos de una normalización siquiera marginal. Ciertamente, de un tiempo a esta parte se han reeditado o traducido por primera vez algunos títulos básicos sobre la materia obra de autores extranjeros (Graeber, 2011b; Clastres, 2010; Gledhill, 2010; Scott, 2003), y aunque la vertiente analítica antropológica sólo se abordara puntualmente frente a la preeminencia del discurso histórico y filosófico, no se puede obviar la proyección académica de la revista Germinal (Madrid,ISSN: 1886-3019), que se viene publicando intermitentemente desde 2006. Pero sin duda las iniciativas más notables vienen generándose desde el entorno de la Universidad de Sevilla (Talego, 1996; Ventura, 2004; etc.), destacando el trabajo de Beltrán Roca Martínez (2012; 2009; 2008a; etc.) en lo que respecta a la proposición sistémica y aglutinante tendente a una línea de enfoque o corriente interpretativa propiamente dicha: la edición de la obra colectiva Anarquismo y antropología: Relaciones e influencias mutuas entre la antropología social y el pensamiento libertario (2008) es un hito que da buena cuenta de ello. Sin embargo, por norma esta actividad acaba viéndose abocada a la iniciativa editorial específicamente libertaria y, por norma, raramente trasciende, sino por una lentísima capilaridad, a la esfera académica más institucionalizada, lo que a su vez revierte en ésta en un pobre utillaje teórico y unas fuertes limitaciones en su capacidad discursiva para generar explicaciones adecuadas y globales de los procesos sociales propios de una gravísima crisis del espacio polí tico; es decir: para entender, explicar –y actuar en– la actual realidad.