Antecedentes
El estudio antropológico de las sociedades complejas se justifica
sobre todo por el hecho de que dichas
sociedades no están tan organizadas ni
tan estructuradas como sus portavoces quieren a
veces hacernos creer [...].El sistema
institucional de poderes económicos y políticos coexiste o se coordina con
diversos tipos de estructuras no
institucionales, intersticiales, suplementarias
o paralelas a él [...]. A veces, estos
grupos se adhieren a la estructura
institucional. Otras veces, las relaciones
sociales informales producen el proceso metabólico necesario para que funcionen
las instituciones oficiales.
Si la construcción disciplinar de
un área de conocimiento como la
Antropología –orbitante seminal en
torno de la idea de la «otredad», y la
experiencia, la interacción del
nosotros con los otros– no podía sino
verse jalonada de llamadas de atención más o menos precisas en pos de la
relativización de los absolutos
culturales sobre los que se formulaban sus
instrumentos analíticos, no hay una
solidificación sistémica de un
alcance tan demoledor como la «crítica contextual»
que desde las postrimerías de la década de 1960 da el
pistoletazo de salida a la llamada
posmodernidad. A partir de este momento, al
escrutinio de la posición epistémica se le suma el de la propiamente
cultural, reconstruyendo la situación
del autor en la del actor (Geertz, 1989) y
generando un horizonte holístico para
su comprensión que, sin embargo, con
frecuencia ha resultado infra-explotado en
el enroque tras los límites del mero
cuestionamiento o la abierta auto-reprobación disciplinar. Tal vez este fenómeno valga para explicar, al menos
en parte, la falta generalizada de
alternativas estructurales positivas a los
modelos de interpretación
socio-cultural tradicionales, especialmente
ante la deriva idealista que, en palabras de
Maurice Bloch (2005: 15), «desemboca en la
incoherencia de la materia [antropológica], y en su incapacidad para cooperar con
otras disciplinas que no están
igualmente avergonzadas de estudiar el fenómeno
Homo sapiens»; en estos términos el problema se redobla al
aislar en un circuito impermeabilizante un
acervo ingente de consideraciones antropológicas basadas sobre el estudio de la
semiosis cultural como elemento característico
humano el cual, por definición, no sólo es pertinente también para la explicación
macro-estructural de los grupos humanos, sus
sociedades, sus culturas y su historia, sino
que es absolutamente necesario.
En el caso de la Antropología política apenas
ha habido una contestación enérgica a los postulados
fundacionales que la enfocaron
determinantemente sobre el Estado y, en
especial, sobre los procesos de estatización que, en tanto procesos y por ello
asociados tácitamente a la noción de direccionalidad, vienen
condicionado la visión de tal fenómeno particular de articulación
social como el fin de cualquier articulación social lanzada al devenir histórico.
Sin duda, tras ello es posible
atisbar una ideología hegemó
nica verticalista enraizada por automatismo
atávico en la construcción simbólica justificativa (ritualización, eufemización, etc.) de la
fosilización de la autoridad en las
instituciones políticas del poder, lo
que, de hecho, remite a su vez al propio
proceso histórico que permite la
osificación de la fractura social
conducente al Estado. Es decir: a la formación en tal realidad, resulta tal
percepción de la realidad, un punto
de partida inevitable que solamente va
ganando peligrosidad en la medida en que se
le va añadiendo la presencia de una intención universalizante y sobre todo, como
decíamos, la ausencia de una
deconstrucción contextual de la posición del autor y sus instrumentos analíticos.
Ante este marco el estudio de las
organizaciones sociales no-estatales se ha
configurado tradicionalmente como un área de interés eminentemente
perifocal y subordinada al objetivo cardinal
de desentrañar la estatización: tal
es su uso en las principales teorías
de interpretación social vigentes hoy
en día, desde los discursos
funcional-estructuralistas, a los
neo-evolucionistas y los diferentes
marxismos (Service, 1962; Fried, 1967;
Johnson y Earle, 2003; etc.). Finalmente, el
principal efecto colateral que ha acarreado
este enfoque ha sido la idealización
de las articulaciones sociales estatales y
no-estatales en relación de exclusión mutua, una suerte de sinécdoque funcional
a cuyas líneas básicas viene a sumarse incluso la
«escuela clastriana» que constituye prácticamente en solitario la
contra-propuesta antropológica
horizontalista para invertir la polaridad de
la problemática –y, con ella, de la
naturalización del Estado como estado
humano– (Clastres, 2010; 2009; 2001), pero
que corre el riesgo de oscurecer una casuística práctica harto
más compleja, una realidad más plástica en la que se verifica una
imbricación estructural más o
menos invisibilizada de formaciones y archipiélagos no-estatales en el seno de un
tejido institucional estatalizado.
Precisamente a este fenómeno aludía Wolf en 1980, a pesar de que, una
vez más, su utillaje conceptual
formulado desde el enfoque estatista
condicionara un abordaje que no se resuelve
en la necesaria sistematización teórica corpórea de las
instituciones, lógicas y prácticas no-estatales –e incluso
contra-estatistas– y sus pautas de
inmanencia, latencia y potencialidad.
Sin embargo, y en efecto, siempre existen
vetas. Quizá la más fértil de ellas en los últimos años sea
la que, huyendo de la rigidez de las tipologías apriorísticas al uso,
centra la cuestión en las relaciones
fenoménicas entre el poder, la
autoridad y la dominancia, enfocando los
procesos concretos de empoderamiento desde
una óptica que le debe mucho a las
nociones de «dinámicas del poder»
(sensu Foucault, 1968; 1979; etc.) y de la
«práctica» dialógica
post-estructuralista sintetizada
magistralmente por Pierre Bourdieu (1972;
2007). En este sentido, la obra de antropólogos como John Gledhill (i. e.
2000) o James C. Scott (1979; 1985; 2009;
etc.) es de una referencia prácticamente clásica a pesar de su
relativamente reciente aparición,
pero poco a poco vienen sumándoseles
estudios desde contextos, tanto
disciplinares como de aplicación,
menos ligados en su base a la estricta
etnografía y que comienzan a
ensanchar las posibilidades de formulación social teórica a nivel
macro (vid. Nielsen, 2006). En buena medida,
y en parte por otro lado, es difícil
separar esta germinación académica de la llamada
«vuelta del péndulo socialista» que principiando en torno
a 1989-1994 viene poniendo, en el terreno
ideológico de la ética política, en jaque cada vez más
evidente a las agendas marxistas estatistas
frente a la izquierda contra-estatista, y así comienza a
menudear una Antropología anarquista (Barclay, 1982; 1997;
2003; Morris, 2005; Graeber, 2001; 2011a;
2011b; etc.) que brega activamente por
recuperar, desde la cabeza de puente de
Pierre Clastres, tanto la tradición
intelectual como la intención programática de académicos como
Reclus (1909-1914; etc; Pelletier, 2009;
etc.) o Kropotkin (1995; 1989; etc.).
Ahora bien, si indudablemente estos procesos
se encuentran en un estado de absoluta
incipiencia en el terreno del conocimiento
académico a nivel internacional, en
España apenas contamos con un puñado de
referencias aún muy lejos de una
normalización siquiera marginal.
Ciertamente, de un tiempo a esta parte se
han reeditado o traducido por primera vez
algunos títulos básicos sobre
la materia obra de autores extranjeros
(Graeber, 2011b; Clastres, 2010; Gledhill,
2010; Scott, 2003), y aunque la vertiente
analítica antropológica sólo se abordara puntualmente frente a
la preeminencia del discurso histórico y filosófico, no se puede obviar
la proyección académica de la
revista Germinal (Madrid,ISSN: 1886-3019), que se
viene publicando intermitentemente desde
2006. Pero sin duda las iniciativas más notables vienen generándose desde
el entorno de la Universidad de Sevilla
(Talego, 1996; Ventura, 2004; etc.),
destacando el trabajo de Beltrán Roca
Martínez (2012; 2009; 2008a; etc.) en
lo que respecta a la proposición sistémica y aglutinante tendente a una
línea de enfoque o corriente
interpretativa propiamente dicha: la edición de la obra colectiva Anarquismo y
antropología: Relaciones e
influencias mutuas entre la antropología social y el pensamiento libertario
(2008) es un hito que da buena cuenta de
ello. Sin embargo, por norma esta actividad
acaba viéndose abocada a la
iniciativa editorial específicamente
libertaria y, por norma, raramente
trasciende, sino por una lentísima
capilaridad, a la esfera académica más institucionalizada, lo que a su
vez revierte en ésta en un pobre
utillaje teórico y unas fuertes
limitaciones en su capacidad discursiva para
generar explicaciones adecuadas y globales
de los procesos sociales propios de una gravísima crisis del espacio polí
tico; es decir: para entender, explicar –y
actuar en– la actual realidad.